Gonzalo Artal Hahn

28.11.09

Lluvias del Estío


Sin novedad… Estamos sin mayores novedades”, repetía Don Efraín con una rara mezcla de hilaridad y desesperanza. Es que si bien la salud, como a la mayoría de quienes habitan la quebrada de Camiña, lo estaba acompañando; afuera no llovía… y eso, en pleno febrero, era considerado más bien malo.

Uno, porque definitivamente así la cosecha no abundaba, se acortaba la jornada junto al río y el mismo río; y dos, quizá la más importante para el longevo recolector de ajos y choclos, porque bajo esas condiciones no podía proferir una de sus frases favoritas: “Enero poco, febrero loco”.

Sentencia inconclusa y por ese entonces poco verificable del oriundo de Nama, la que por cierto, solía convertirse en el puntapié inicial para entablar debates y clamar consignas reivindicadoras para quienes gozan con la tierra y sus ciclos… Las mismas que cada vez menos podían ser oídas por sus retoños, o siquiera, escuchadas por los brotes -como denominaba a sus descendientes más pequeños- pero afortunadamente para el diálogo y su locuacidad se transformaban en los dardos favoritos para los contraataques de Don Arisitides, un citadino sanfelipeño hacendado en Iquique, que era algo así como su mejor compañero de diatribas.

De hecho Herrera, como se apellidaba el ahora hombre de puerto, estiraba el tiempo filosofando y arriesgando los coscorrones prometidos en nombre de la porfía por el propio bastión de la dinastía de los Mollo, un apellido que si bien no sabía de ñustas y sendas proporciones de cabezas de ganado, al menos gozaba del respeto de quienes también supieron domar las caprichosas manifestaciones climáticas del desierto más árido del mundo.

Los argumentos de Don Efraín, aunque con diferentes matices, se centraban en una gran queja: ¿Por qué en la ciudad grande como un salar osaban denominar a las esperadas lluvias estivales como El Invierno Boliviano? Y ojo, que el acento no estaba puesto en la condición altiplánica ni tenía tintes xenófobos, algo impensado para quienes tratan de hermanos a quienes son separados por líneas imaginarias. No señor, la tirria de Don Efraín emergía por aquella soslayada pero no menos macabra condena a vivir, todo el año, sin la posibilidad de disfrutar de un veranito de San Juan… Más que sea.

No podemos pasarnos la vida de invierno en invierno. Es una acepción peyorativa y exijo su rectificación en diarios y conversaciones triviales cuanto antes…”, solicitaba desplegando su encorvando dedo índice y dejando al descubierto el único colmillo que le quedaba en la corrida de arriba, el penúltimo diente, si alguien alcanzaba a fijarse en lo firme que parecía la última muela de abajo. La única pieza de abajo.

“¿Para qué quieres denominarlo como verano si lo que realmente pides son lluvias? Usted se ciega y no siega durante el estío… que es la manera de pasar el tiempo produciendo y liberándose del hastío… Además que usté ya no es… tío, es tatita… y de los porfiados”, retrucaba embelesado Herrera, quien pese a agarrarse de puro dolor su desahuciado ojo izquierdo, igual no más se afanaba buscando en Internet aquellas frases de aulas que pudieran sacarle carcajadas al viejo Mollo. Cosa que sucedía.

Eso, antes de que un yatiri le aconsejara más reposo, y por cierto, cero radio. No por ser nociva, letal o contraproducente con su cosmovisión, sino que lisa y llanamente por lo escarpado de la subida que antecede a la bendita caseta de frecuencias y cu-ese-eles. La misma salita con una antena algo roñosa que ha permitido que Aristides y Fermín, sin haberse visto ni una sola vez en la vida, mantengan una amistad de alrededor de catorce años. 10/4.

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