Ultimo Verano
“Ultimo verano” se acercó rengueando para tantear por décima quinta vez mi mano derecha, la única parte del cuerpo que atinaba a responder al mosquerío y las peticiones caninas. A esa altura, enfocar era inútil y recopilar antecedentes de la noche anterior se convertía en una descarga de lamentos que bloqueaba cualquier intento por hilvanar secuencias. De ahí a animarme y detener con otras extremidades los ataques de cualquier bicho –es que también habían unas especies de escarabajos diminutos que mordisqueaban la raja- me parecía tan estrafalario como desgastante. Y así, entre bostezos y estornudos me mantuve un buen rato.
Estábamos yo y mis tercianas. El amanecer espantando a la bruma; el perro con sus requerimientos, que a esa altura juraría que eran los mismos que los míos, y las moscas con sus porfiadas embestidas, que de verdad no sé que chucha buscan. Algo que en todo caso tampoco tengo muy claro.
De muecas e intentos por abrir definitivamente los ojos, ni hablar.
A eso de las nueve con veinte, la hora en que el sol comenzaba a interferir en las cabezas de todos los que alborotaban la playa, “Ultimo verano” -bautizado en el campamento de al lado como “Dingo Cabezón”- también sintió en su ceño lo que cuesta desafiar al temible productor de patas de gallo. Es que aunque parecían ser los últimos rayos que lograría sortear en su agazapada vida, su preocupación iba más por recibir palmotazos para continuar jadeando que intentar arrancar de su suerte/muerte, que estaba echada a los pies de la carpa. Ese cuchitril de dos metros semi cuadrados de indecorosa apariencia, dueña de una mezcla de hedores insoportables que frenaban cualquier intento de alegría. Todo, producto de la ingesta desproporcionada de embutidos y brebajes frutosos, así como de los escasos deseos de emular las tediosas mañanas de aseo previas al encuentro con la oficina; ese cubículo de dos metros exageradamente cuadrados y de enervante pulcritud en los que había pasado mis últimos cuatro años, donde por cierto, conocí a la Gianella, mi compañera en ésta y otras -por entonces más simpáticas- aventuras.
“¿Cuántos años habrás intercambiado miradas penosas? ¿Cuántos nombres habrás aceptado con tal de menear su extraño chongo y recibir restos de fideos quemaos o un ala chupá?, de esas que se entregan con la eterna culpa de que si te astillan, cooperai”, le dije con tonito de sermón sin soltarle la barbilla, la que zamarreé y solo solté con la sentencia:
-“Perro e mierda”, le enrostré seco, mirándolo a sus extasiados ojos.
-“¿Y qué voh no hacis lo mismo?”.
Solté una carcajada breve y quejumbrosa. Me pasé involuntariamente la mano con arena por el ojo, pero igual traté de poner las cosas en su lugar.
-“Ahora no me vay a salir con que soy consejero poh perro mal ensamblao”, repuse amparándome en su cortísima cola, que a pesar de ser enana, igual alcanzaba a ondularse y escarmenarse, algo que no tenía nada que ver con el resto del armatoste.
-“¿Ah, maleecho?”, repetí refregándole los ojos, acto poco cariñoso pero nunca en mala, que respondió clavándome sus desgastados colmillos en mi muñeca.
-“¿Entonces no?, no hacis lo mismo”, volví a escuchar mientras mi mano izquierda volvió a la vida para solidarizar con el par lastimado. La pregunta volvía a formularse, acompañada ahora de un “responde poh” y ese infaltable hueoneo; demasiada confianza para un cuadrúpedo con el que sólo llevaba tres días de confesiones y miradas condescendientes.
-“¡Oye, un guía espiritual no juzga!”, me limite a decir apretujándole, a dos manos, la babosa quijada. Otro mordisco, está vez con algo más de saña cerca del codo de la mano lastimada, un acto reflejo que incluyó una mirada desafiante, de esas que de cuando en cuando uno suele recibir después de un comentario que una tontorrona grave, manos en jarra y con cara de todo me da asco, halló extremadamente desubicao...
-“Caamiiiina”, alegué crispando los dedos, mostrando las encías teñidas y arrugando la nariz. Casi estornudo otra vez, pero apliqué la fórmula de los adictos a la clorfenamina maleato: poner las dos fosas de un lado del tabique y aguantar su resto la respiración...
-“Chao. Ah ya. Sería todo. Camina. Esas son tus únicas maneras de resolver conflictos”, insistió el vozarrón pastoso, que luego de refunfuñar algo del cierre y mi torpeza para desenrollar mis madejas de ataos, se fundió con la boca morada de la Giane, la que hacía juego con sus ojos inyectados a causa de los botellines de Carmen de Margaux que nos trajimos de la última cena de la pega. Ahí, envalentonado con la sobredosis de los punzantes taninos, me puse parlanchín y tuve la brillante idea de proponerle este “piquecito”, un viaje que al no ser planeado, debía ser prometedor.
-“Así que libreteando perros”, dije sin soltar una sonrisita forzada.
“Eso, o simplemente quedarse callado, porque bien bueno eris pa hacerte el hueón desentendido. Pendejo, eso es lo que eris, un pendejo, chorito al peo no más”, continúo mientras luchaba por sacarse las zapatillas, que a esa hora estaban de más, y que anoche, previo a la discusión, también lo estaban.
-“Moñomoñoñooo...”, fue lo primero que atiné a soltar en frecuencia marciana, una respuesta comodín anti ataque que sólo debe hacerse con el cuello en constante movimiento y la jeta desguañangada, la que en esa oportunidad terminé incrustándole una sonrisa más burlona, pero más mía que la anterior...
-“¿Viste? ¿Viste? lo que pasa que para ti todo es chiste”.
-“!Libretista de perros y pallao’ra! Nada de mal pa una contao’ra ño”...
Las carcajadas no le ayudaron a soltar el último nudo que se oponía a desnudar sus pies, esos que vaya a saber uno, andaban más descubiertos en la oficina que en la playa. Es que a la Giane no le gustaba desplegar carpas y atender ollas donde nunca entran todos los ingredientes a liquidar, pero por una extraña razón, no lo decía. Eso de cargar con los secretos de aquellas paredes que contabilizaban nuestras horas de producción debían fomentar su mutismo, instancia que sólo se rompía para acertar en los defectos de otros, o se maximizaba, para enumerar los míos. Terco, fanfarrón, zarrapastroso, ególatra e hipocondríaco, eran los primeros cinco que siempre tenía a la mano, dardos que cuando se tienen asumidos, pierden veneno.
De hecho no recuerdo haber pasado otro fin de semana, bajo telas y frente al mar con ella, porque salvo el viaje a esa casa del “litoral central” donde no había velas ni ruidos de motor, nunca más la vi descalza ni tan linda como ese día, en el que entre muchas otras risotadas cortamos el cordón de la maldita zapatilla con una concha de ostión, y con navajuelas en los nudillos de los índices, nos juramentamos seguir siendo compañeros de escapadas post balances; ese día en que nos dimos los últimos besos con sabor a frutilla y conchos de Margoux, ese mismo día en el que me enteré porqué chucha querían despedirme.
Ese fue el mismo día en que “Ultimo verano” regresó a compartir las alas de pollo que quedaban y a recibir sus últimos palmotazos; el mismo día en el que con su cola mal hecha, ondulada y escarmenada, no pudo seguir jadeando de cara al sol. No fue una astilla, el enajenado sol ni otra discusión. Yo cacho que simplemente debía partir.
Estábamos yo y mis tercianas. El amanecer espantando a la bruma; el perro con sus requerimientos, que a esa altura juraría que eran los mismos que los míos, y las moscas con sus porfiadas embestidas, que de verdad no sé que chucha buscan. Algo que en todo caso tampoco tengo muy claro.
De muecas e intentos por abrir definitivamente los ojos, ni hablar.
A eso de las nueve con veinte, la hora en que el sol comenzaba a interferir en las cabezas de todos los que alborotaban la playa, “Ultimo verano” -bautizado en el campamento de al lado como “Dingo Cabezón”- también sintió en su ceño lo que cuesta desafiar al temible productor de patas de gallo. Es que aunque parecían ser los últimos rayos que lograría sortear en su agazapada vida, su preocupación iba más por recibir palmotazos para continuar jadeando que intentar arrancar de su suerte/muerte, que estaba echada a los pies de la carpa. Ese cuchitril de dos metros semi cuadrados de indecorosa apariencia, dueña de una mezcla de hedores insoportables que frenaban cualquier intento de alegría. Todo, producto de la ingesta desproporcionada de embutidos y brebajes frutosos, así como de los escasos deseos de emular las tediosas mañanas de aseo previas al encuentro con la oficina; ese cubículo de dos metros exageradamente cuadrados y de enervante pulcritud en los que había pasado mis últimos cuatro años, donde por cierto, conocí a la Gianella, mi compañera en ésta y otras -por entonces más simpáticas- aventuras.
“¿Cuántos años habrás intercambiado miradas penosas? ¿Cuántos nombres habrás aceptado con tal de menear su extraño chongo y recibir restos de fideos quemaos o un ala chupá?, de esas que se entregan con la eterna culpa de que si te astillan, cooperai”, le dije con tonito de sermón sin soltarle la barbilla, la que zamarreé y solo solté con la sentencia:
-“Perro e mierda”, le enrostré seco, mirándolo a sus extasiados ojos.
-“¿Y qué voh no hacis lo mismo?”.
Solté una carcajada breve y quejumbrosa. Me pasé involuntariamente la mano con arena por el ojo, pero igual traté de poner las cosas en su lugar.
-“Ahora no me vay a salir con que soy consejero poh perro mal ensamblao”, repuse amparándome en su cortísima cola, que a pesar de ser enana, igual alcanzaba a ondularse y escarmenarse, algo que no tenía nada que ver con el resto del armatoste.
-“¿Ah, maleecho?”, repetí refregándole los ojos, acto poco cariñoso pero nunca en mala, que respondió clavándome sus desgastados colmillos en mi muñeca.
-“¿Entonces no?, no hacis lo mismo”, volví a escuchar mientras mi mano izquierda volvió a la vida para solidarizar con el par lastimado. La pregunta volvía a formularse, acompañada ahora de un “responde poh” y ese infaltable hueoneo; demasiada confianza para un cuadrúpedo con el que sólo llevaba tres días de confesiones y miradas condescendientes.
-“¡Oye, un guía espiritual no juzga!”, me limite a decir apretujándole, a dos manos, la babosa quijada. Otro mordisco, está vez con algo más de saña cerca del codo de la mano lastimada, un acto reflejo que incluyó una mirada desafiante, de esas que de cuando en cuando uno suele recibir después de un comentario que una tontorrona grave, manos en jarra y con cara de todo me da asco, halló extremadamente desubicao...
-“Caamiiiina”, alegué crispando los dedos, mostrando las encías teñidas y arrugando la nariz. Casi estornudo otra vez, pero apliqué la fórmula de los adictos a la clorfenamina maleato: poner las dos fosas de un lado del tabique y aguantar su resto la respiración...
-“Chao. Ah ya. Sería todo. Camina. Esas son tus únicas maneras de resolver conflictos”, insistió el vozarrón pastoso, que luego de refunfuñar algo del cierre y mi torpeza para desenrollar mis madejas de ataos, se fundió con la boca morada de la Giane, la que hacía juego con sus ojos inyectados a causa de los botellines de Carmen de Margaux que nos trajimos de la última cena de la pega. Ahí, envalentonado con la sobredosis de los punzantes taninos, me puse parlanchín y tuve la brillante idea de proponerle este “piquecito”, un viaje que al no ser planeado, debía ser prometedor.
-“Así que libreteando perros”, dije sin soltar una sonrisita forzada.
“Eso, o simplemente quedarse callado, porque bien bueno eris pa hacerte el hueón desentendido. Pendejo, eso es lo que eris, un pendejo, chorito al peo no más”, continúo mientras luchaba por sacarse las zapatillas, que a esa hora estaban de más, y que anoche, previo a la discusión, también lo estaban.
-“Moñomoñoñooo...”, fue lo primero que atiné a soltar en frecuencia marciana, una respuesta comodín anti ataque que sólo debe hacerse con el cuello en constante movimiento y la jeta desguañangada, la que en esa oportunidad terminé incrustándole una sonrisa más burlona, pero más mía que la anterior...
-“¿Viste? ¿Viste? lo que pasa que para ti todo es chiste”.
-“!Libretista de perros y pallao’ra! Nada de mal pa una contao’ra ño”...
Las carcajadas no le ayudaron a soltar el último nudo que se oponía a desnudar sus pies, esos que vaya a saber uno, andaban más descubiertos en la oficina que en la playa. Es que a la Giane no le gustaba desplegar carpas y atender ollas donde nunca entran todos los ingredientes a liquidar, pero por una extraña razón, no lo decía. Eso de cargar con los secretos de aquellas paredes que contabilizaban nuestras horas de producción debían fomentar su mutismo, instancia que sólo se rompía para acertar en los defectos de otros, o se maximizaba, para enumerar los míos. Terco, fanfarrón, zarrapastroso, ególatra e hipocondríaco, eran los primeros cinco que siempre tenía a la mano, dardos que cuando se tienen asumidos, pierden veneno.
De hecho no recuerdo haber pasado otro fin de semana, bajo telas y frente al mar con ella, porque salvo el viaje a esa casa del “litoral central” donde no había velas ni ruidos de motor, nunca más la vi descalza ni tan linda como ese día, en el que entre muchas otras risotadas cortamos el cordón de la maldita zapatilla con una concha de ostión, y con navajuelas en los nudillos de los índices, nos juramentamos seguir siendo compañeros de escapadas post balances; ese día en que nos dimos los últimos besos con sabor a frutilla y conchos de Margoux, ese mismo día en el que me enteré porqué chucha querían despedirme.
Ese fue el mismo día en que “Ultimo verano” regresó a compartir las alas de pollo que quedaban y a recibir sus últimos palmotazos; el mismo día en el que con su cola mal hecha, ondulada y escarmenada, no pudo seguir jadeando de cara al sol. No fue una astilla, el enajenado sol ni otra discusión. Yo cacho que simplemente debía partir.
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